lunes, 2 de diciembre de 2013

LAS ORDENES MENDICANTES


Domingo de Guzmán nace hacia 1170 en una familia de la pequeña nobleza de Caleniega, en Castilla, al sur de Burgos. El jo­ven estudia Sagrada Escritura y Teología en Falencia. Se ordena de sacerdote y en 1196 o .1197 pasa a ser canónigo del cabildo de la ca­tedral de Osma, que ha adoptado la Regla de San Agustín. Prosigue sus estudios, se inicia en la ascesis cenobítica y se entrega al ministerio­ sacerdotal, especialmente a la predicación. Se beneficia de las buenas cualidades del prior del cabildo, Diego de Acebes, que pasa a ser obispo de Osma.

En 1203, Diego elige a Domingo para su viaje a Escandinavia. a su regreso, pasan por Roma y solicitan del papa Inocencio III la au­torización para evangelizar a los paganos. El papa les aconseja ayudar a los legados cistercienses, que intentan detener los progresos de la herejía en el Languedoc. Domingo y Diego aceptan. En estos momentos, el catarismo logra un gran suceso en esta re­gión. Es comprensible la ansiedad del papa ante esta situación y las dificultades de los cistercienses, que intentan restaurar la doctrina: ortodoxa tratando de imponer un clero parroquial digno y seguro, que se oponga a los cátaros a los que el pueblo considera mejores cristianos, puesto que viven una vida austera. Los cistercienses ex­ponen sus problemas a Diego y a Domingo: hay que reformar el cle­ro y conseguir los mejores predicadores.

A comienzos del año siguiente, el obispo de Touíouse, Fulco, de­cide ayudar a este extraordinario predicador que se separa de los cistercienses. Domingo acepta crear una congregación diocesana de predicadores de ía palabra cristiana bajo su control en toda la dióce­sis a fin de extirpar la herejía, enseñar la verdadera fe e inculcar las santas costumbres. Así aparece la primera Orden dominicana, confi­nada dentro de los límites de una diócesis. Cuenta con ocho hom­bres, que se establecen en la iglesia de San Román de Touíouse. Observan la Regla de San Agustín con otras costumbres tomadas en parte de los premonstratenses: el vestido de color blanco y el manto negro de los canónigos españoles. Era una comunidad canonical.

Desde 1206 Domingo comprende que su obra religiosa no debe consistir solamente en la persecución de los heréticos, sino tam­bién en una profundización de ja fe por medio de una mejor enseñan­za de la doctrina cristiana, y un mejor descubrimiento de las exigen­cias de la moral católica, y esto dirigido a toda la cristiandad. En noviembre de 1215, participa en Roma en el concilio IV de Letrán, y solicita de Inocencio III la confirmación de lo realizado por su comunidad, así como el título de Predicadores. En noviem­bre de 1216, recibe del papa Honorio III la bula esperada. El 17 de enero de 1217, de nuevo en Roma, obtiene una segunda bula que co­rresponde a los propósitos que Domingo había manifestado en la cu­ria romana, puesto que el pontífice liga la predicación a una orden de penitencia.


La Orden dominicana

Después de una larga experiencia y de una profunda meditación, nace la Orden de los Frailes Predicadores. Su fundador fue un canó­nigo con un vivo deseo de acción pastoral, buen predicador, gran teólogo, firme organizador, deseoso de servir a los fieles, que quiere para sus discípulos un género de vida original y una ascesis singular  Su originalidad  radica en que mezcla la oración y la predicación. Fija su residencia en Roma a Tíñales de 1217, y recluía y reparte a & sus hermanos en dos equipos para que se instruyan en París y en Bo­lonia, principales centros universitarios cíe la cristiandad. Domingo viene a España en 121 8 y funda conventos en Segovia y en Madrid. En París, prospera la casa de los Predicadores establecida en la Rué Saint-Jacques. El mismo año, los frailes se instalan en Lyón y en Roma (Santa Sabina). Hacia 1221 se encuentran en Inglaterra y en Alemania. Por todas partes predican y proyectan llevar el cristianismo a los pueblos más lejanos, aún paganos.

Domingo organiza la Orden. Hn cuatro años obtiene de la curia pontificia un centenar de bulas confirmando y precisando los regla­mentos elaborados por los dos primeros capítulos generales de la Orden, reunidos en Bolonia en 1220 y 1221, y complementados por las constituciones de 1241 y 1259, que establecen como central la Regla de San Agustín con algunas costumbres particulares.Después del noviciado, durante el cual se realizan los estudios teológicos, el futuro predicador pronuncia los tres votos —obedien­cia, pobreza y castidad—. En este momento es designado a un con­vento donde prosigue su formación intelectual y recibe el diaconado y el sacerdocio. Dentro del convento, enseña, medita y perfecciona sus conocimientos; en el exterior, predica en la ciudad y sigue ios cursos en la universidad. El dominico mezcla la acción y la contem­plación; una existencia canonical y una existencia monástica, inspi­rada en Jos premonstratenses, en los cistercienses y, en menor grado, en los frailes menores.

El dominico debe recitar el Oficio Divino, consagrar una parte del día a la oración y al estudio; practicar una dura ascesis con ayu­nos y mortificaciones y, sobre todo, observar ía pobreza individual. Los frailes no pueden poseer nada: les está prohibido trabajar ma­nualmente para producir; la propiedad de edificios, objetos de nece­sidad, libros, etc., debe pertenecer a oíros: las monjas, por ejemplo, de las que son huéspedes; es necesario que la Orden viva de la limos­na y de las donaciones que sea mendicante: La organización es simple. A la cabeza de la Orden se encuentra el Capítulo general, que se reúne todos los años y está compuesto de los religiosos elegidos por los frailes. El Capítulo ostenta todo el po­, der para legislar y corregir. A su lado se halla el Maestro General, designado también por los frailes, encargado de representar a la Con­gregación y aplicar las decisiones de la asamblea capitular. Bs elegi­do vitaliciamente, aunque el Capítulo general Jo puede deponer. Al frente de cada convento se encuentra un prior elegido, asistido de frailes que reciben funciones particulares. En 1221, los conventos se reparten en ocho provincias, Roma, Lotnbardfa, Provenza, Francia,

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El espíritu dominicano

Es difícil definir claramente la espiritualidad dominica, por­que nace similar a los premonstratenses, pero, al ser mendicantes se asimila a los frailes menores. Tiene, sin embargo, un espíritu propio, cuya originalidad se encuentra en cuatro características principales. El camino espiritual propuesto por Santo Domingo comienza con ¡a penitencia. Sin ella no hay vida religiosa. La penitencia consiste en renunciar al mundo y entregarse a la mortificación, renunciar a los placeres y a los bienes de este mundo por medio de la castidad y de la pobreza. A Domingo no le satisface la propiedad comunitaria vivida pol­los cistercienses y los premonstratenses. Quiere una pobreza real, que libera el alma de preocupaciones materiales. La mendicidad conventual es un medio de santificación para merecer la felicidad eterna. Esta pobreza exige un régimen cenobítico, común a todos los frailes y cumplido en un convento; no se posee jurídicamente nada y solamente son usados los bienes necesarios para el sostenimiento y la predicación; obliga la asistencia mutua y facilita la oración co­munitaria.

El dominico se entrega a la ascesis en la vida comunitaria para estar mejor preparado a la acción y el servicio. Es en la acción —la  oración, la predicación, la dirección espiritual y la enseñanza-— don­de realiza su vocación y encuentra a Dios. Al mismo tiempo, el do­minico descubre el sentido y la necesidad de la Iglesia, a la que per­tenece por ser sacerdote. lodo esto se debe cumplir en una plena confianza en Dios, éste es el final del itinerario y puede ser el elemento esencial de su espiri­tualidad, el rasgo más singular de su vida en comparación con las otras órdenes. El hermano predicador confía en el más allá; como Domingo confiaba, lanzándose sin miedo a grandes empresas sin te­ner aparentemente los medios, acercándose mucho a los hermanos menores franciscanos.


LOS HERMANOS MENORES

San Francisco de Asís

Es una de las personalidades más atrayentes del cristianismo y uno de los personajes más llamativos de la historia de la Iglesia, lau­to por la experiencia personal que tiene de los problemas religiosos de su tiempo como por la admiración que despierta. Juan Benardote, llamado Francisco por su padre, nace en Asís en 1181 o 1182 en el seno de una rica familia de comerciantes de telas. Recibe una educación mundana que lo inicia en la cultura clásica; se interesa por las cosas deí espíritu y se apasiona por la poesía. A los 20 años es un joven burgués de Asís entregado a los placeres juveni­les. "No quiere ser comerciante; su imaginación, su deseo de aventu­ra» lo empujan a las empresas guerreras.

La Ocasión para tomar las armas se presenta a raíz de la revuelta de los habitantes de Asís frente a los representantes del emperador qtie dominaban la fortaleza de la ciudad alta, para lo que fue necesa­rio resistir en Perugia. Fue una expedición desagradable, pues los su­yos fueron vencidos y Francisco fue hecho prisionero y pasó varios meses cautivo (1203). De regreso a Asís, cae gravemente enfermo y pierde este dinamismo. Restablecido, retoma su proyecto y va a jun­tarse en Apulia con Gualterio de Brienne, que dirige a favor del pa­pado la guerra contra los Hohenstaufen. Pero, llegado a Espoleto, cae de nuevo enfermo (1204). Regresa a Asís, donde no cambia su existencia, pero se muestra menos entusiasta.  Después de Espoleto, durante muchos meses medita sobre sí mis­mo y descubre las obligaciones reales de la religión a las que no ha­bía gravemente fallado, deja morir su vocación excepcional y se pro­duce lo que él llama «su conversión».

En 1205, toma conciencia de que debe cambiar de actitud, vi­viendo en la soledad, para meditar y orar. Pasa muchas horas en una i- gruta, se ocupa de los leprosos y trata de reconstruir un pequeño oratorio vecino de San Damián. En 1206 peregrina a Roma, como el í más miserable de los pobres, y mendiga su pan cotidiano. Piensa vivir como un eremita (otros lo hacen en este momento en Italia), per­maneciendo laico, pero manteniendo relaciones deferentes con el clero. Su padre y sus conciudadanos lo consideran un loco e intentan llevarlo a la casa paterna. Su padre lo conduce ante el tribunal de los cónsules, que lo reenvían al obispo. Entonces Francisco, queriendo manifestar públicamente su renuncia al mundo, se despoja de sus ’Vestidos en público en la catedral y los entrega a su padre (1208).

En esta fecha su meditación ha progresado y descubre que la hui­da del inundo no resuelve nada, pues aún es difícil obtener la salva­ción eterna si se permanece rico, lo que le hará reflexionar sobre tres versículos del Evangelio: «Si quieres ser un hombre logrado, vete a vender lo que tienes y dáselo a los pobres, que Dios será tu riqueza  y anda, sígueme a mí» (Mt 19,21); «No cojas nada para el camino, ni ' bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni llevéis cada uno dos túnicas» (Le 9,3); «El que quiera venirse conmigo, que reniegue a sí mismo que cargue con su cruz y me sigua» (Mt 16,24). El 24 de febrero de 1209 da eí paso decisivo. Ayudando a misa en la pequeña capilla de Santa María de los Ángeles, junto a Asís lee en el evangelio de San Mateo 10,9-11; «No os procuréis oro, pla­ta, ni calderilla para llevarlo en la faja; ni tampoco alforja para el ca­mino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón, que el bracero merece su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí que se lo merezca y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa saludad. Si la casa se lo merece, la paz que le deseáis se pose sobre ella». Se quita entonces su túnica, sus sanda­lias, su bastón, su cinto y se viste de un paño de saco que se lo ciñe con una cuerda. Francisco se convierte verdaderamente en pobre, el pequeño pobre de Asís.


La espiritualidad franciscana

La excepcional santidad de Francisco, la profundidad de su me dilación, el ardor apasionado de sus deseos han contribuido a definir una espiritualidad original, pero más difícil de precisar de lo que a primera vista parece. El propio Francisco muestra algunas veces ras­gos contradictorios: exaltado por la pobreza, incapaz de valorar la necesidad de la autoridad y, por lo tanto, en cierta medida anárquico pero deseoso de aceptar las prohibiciones de la Iglesia, al mismo tiempo que dulce y humilde, y pensando, por otra parte, en la salva­ción de los hombres por la Iglesia. Una sola cualidad reduce todas sus contradicciones: la simplicidad. Francisco es un alma simple, que quiere amar a Dios y ayudar a su prójimo, que busca realizar su ideal personal guardando una actitud modesta, que no ambiciona mandar ni discutir. Sin pretenderlo, Francisco seduce, atrae, turba, apasiona, pero no quiere aportar ni la lucha ni la discordia.
                                                                                                                                                                                  
La perfección cristiana, según San Francisco, comprende cuatro elementos fundamentales: primero, la humildad, no concebida como una manera de constatar la miseria del hombre, sino como la volun­tad de someterse tanto a las circunstancias y a los sucesos como a to­das las autoridades establecidas, sin pretender jugar un papel delibe­rado. El franciscano es un «pequeño hermano» un «menor» que tiene la obligación de obedecer sin discusión al clero y a la iglesia. Después de la humildad, pero teniendo en la vida del alma un lu­gar fundamental, la pobreza es el corazón de la experiencia religiosa franciscana. La pobreza no es solamente una condición económica y material, ni un método de ascesis que favorece la oración y la apro­ximación mística a la divinidad, ni un estado para recibir plenamente la gracia divina; es una virtud sobrenatural, cuya práctica permite dominar a la perfección, según la intención de la religión cristiana, la realidad humana y, logrado esto, alcanzar a la vez el desarrollo com­pleto de la realidad humana y participar totalmente en el amor divino. Por la pobreza se adquieren las otras virtudes: la caridad, la humildad la pureza y la piedad.  


Con esta pobreza se alcanza la mística de amor que ha animado y  exaltado sin cesar a Francisco y que tiene su mayor manifestación en los estigmas. Para alcanzar este amor, Francisco propone, junto a prácticas virtuosas, medios diferentes y, particularmente, la oración j personal elaborada a partir de actos de culto que exciten la sensibili­dad, haciendo hincapié en la figura humana de Jesús. Pide guardar el contacto con Cristo por la Eucaristía, sobre la que insiste mucho y en la que encuentra la Iglesia sacramental y refuerza su adhesión al cuerpo social.  Este itinerario alcanza, finalmente, la alegría y se acerca en este  punto a la espiritualidad dominicana, fundada en la confianza en Dios, aunque los franciscanos estén más atentos al juicio divino, cuya sentencia puede ser terrible. Una alegría que debe responder a la esperanza en Dios, que procura al hombre placeres, pero le impo­ne también pruebas. La alegría es, pues, la beatitud prometida en el Sermón de la Montaña. Nace de la pobreza y de la renuncia. Pero también procede del placer que el hombre debe sentir en la contem­plación de la belleza de la creación, que refleja la de Dios. Aquí, cuando el místico se encuentra con el poeta, la renuncia desemboca en la expansión total del hombre, para el que no hay posibilidad de alegría sin participar en la cruz de Cristo.

JORGE LUIS MEJÍA RAMÍREZ.

LA REFORMA GREGORIANA - RESUMEN



En la segunda mitad del siglo XI, el papa Gregorio VII hizo suya la necesidad de una reforma similar a la llevada a cabo durante un siglo en ámbito monacal de la reforma impulsada por Cluny y la regla benedictina. En una sociedad ya plenamente feudal, dominada por las relaciones del vasallaje, y marcada por la confusión entre lo terrenal y lo espiritual, el papado creía imprescindible restablecer la disciplina y corregir la moralidad del alto y bajo clero, a fin de que cumplieran con su misión de ser guías apostólicos de la vida de los creyentes. La reforma gregoriana se caracterizó por su profundo recelo hacia los padres laicos que consideraba causantes de la simonía, el concubinato y la corrupción del clero, en cuya investidura intervenían. Además, aspiraba a crear aquella monarquía cristiana universal que distinguía al agustinismo político, cuya realización implicaba una profunda transformación de las estructuras eclesiásticas para hacer del pontífice, con su corte de cardenales y prelados, la única autoridad soberana de un imperio universal, constituido por una constelación de estados vasallos. La aplicación de la reforma desató la llamada “querella de las investiduras” entre el papado y el imperio germánico que se zanjó con la firma del concordato de Worms en 1122, aunque brotó en los siglos XII y XIII. Al hacer de la religión una regla de comportamiento, la reforma eliminó la simonía e impulsó el celibato. Además, otorgó al papa el poder máximo de la Iglesia pero, al exaltar su potestad, abrió la vía tanto a las grandes empresas políticas que fueron las cruzadas como a los excesos en el afán de poder que condujeron en última instancia a la crisis del siglo XIV.


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LAS CRUZADAS
Otro gran movimiento en la Edad Media, bajo la inspiración y bajo  el mandato de la Iglesia, fueron las cruzadas. Estas comenzaron a finales del siglo once y continuaron durante casi trescientos años. Desde el siglo cuarto en adelante, incluso hasta el tiempo actual, multitudes realizaron peregrinaciones hasta Tierra Santa. Alrededor del año 1000 d.C., el número de peregrinos aumentó de forma considerable cuando se esperaba casi universalmente el fin del mundo y la venida de Cristo. Incluso después, cuando esos acontecimientos no ocurrieron, las peregrinaciones continuaron. Al principio, los gobernantes musulmanes de Palestina favorecieron las cruzadas. Sin embargo, más tarde los peregrinos sufrieron opresión, robo y algunas veces hasta la muerte. Al mismo tiempo, los musulmanes estaban amenazando el debilitado imperio oriental y el emperador Alejo le pidió al papa Urbano II que enviase a los guerreros de Europa en su ayuda. Por todas partes, en Europa se despertó el espíritu de libertar Tierra Santa del dominio musulmán y de este impulso resultaron las cruzadas.
Las cruzadas principalmente fueron ocho, además de muchas otras expediciones de menor importancia a las que también se les dio este nombre. La primera la proclamó el  papa Urbano II en 1905 d. C., en el Concilio de Clermont, donde una multitud de caballeros tomaron la cruz como insignia se alistaron en contra de los sarracenos. Antes de que la expedición principal se organizará del todo, un monje llamado Pedro el Ermitaño convocó a una multitud indisciplinada, que se dice fue de cuarenta mil personas, y la condujo al Oriente esperando ayuda milagrosa. Su desprovisto y desorganizado populacho fracasó. A muchos d sus miembros los hicieron esclavos y a otros mataron. Pero la primera cruzada verdadera la emprendieron doscientos setenta y cinco mil de los mejores guerreros de todo el país de Europa, conducida por Godofredo de Bouillon y otros jefes. Después de muchos contratiempos, sobre todo por falta de disciplina y disensión entre los líderes, tuvieron finalmente éxito en tomar la ciudad de Jerusalén y casi toda Palestina en 1099. Establecieron un reino sobre principios feudales y como Godofredo rechazó el nombre de rey, lo nombraron “barón y protector del sepulcro”. Al morir Godofredo, su hermano Balduino asumió el título de rey. El reino de Jerusalén duró hasta 1187d.C., aunque siempre en una condición precaria por estar rodeado, excepto por el mar, del Imperio Sarraceno y por estar muy distante de sus aliados naturales en Europa.
La segunda cruzada se convocó por las noticias de que los  sarracenos estaban conquistando las provincias situadas a poco distancia del reino de Jerusalén, amenazando la ciudad misma. Bajo la predicaci´n de San Bernardo de Claraval, Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania condujeron un gran ejército par socorrer los lugares santos. Sufrieron muchas derrotas, pero finalmente llegaron a la ciudad. No puderon recupaerar  el territorio perdido, pero sí postergaron por una generación la caída final del reino.
En 1187 d. C., los sarracenos reconquistaron Jerusalén bajo Saladino y el reino de Jerusalén llegó  a su fin. Aunque el simple título “rey de Jerusalén” se siguió usando por mucho tiempo después.
La caída de la ciudad despertó a Europa a la tercera cruzada (1189-1191) que condujeron tres soberanos prominentes: Federico Barbarroja de Alemania, Felipe Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León de Inglaterra. Pero, Federico, el mejor general y estadista, se ahogó y los dos reyes restantes se disgustaron. Felipe Augusto se fue a su patria y todo el valor de Ricardo no fue suficiente para llevar su ejército hasta Jerusalén. No obstante, concertó un tratado con Saladino, por medio del cual los peregrinos cristianos obtuvieron el derecho de visitar el santo Sepulcro  sin ser molestados.
La cuarta cruzada (1201-1204 d. C.) fue pero que un fracaso porque al final perjudicó mucho a la Iglesia cristiana. Los cruzados desistieron de su propósito  de ganar Tierra Santa e hicieron guerra a Constantinopla, la capturaron, saquearon y establecieron su propio gobierno sobre el Imperio Griego que duró cincuenta años. A ese imperio lo dejaron tan indefenso, que simplemente era un insignificante baluarte en contra del creciente poder de los turcos. Raza guerrera, no civilizada, que siguió a los sarracenos como el poder dominante musulmán después de la terminación del período de las cruzadas.
La quinta cruzada (1217-1222 d. C.) la realizaron Juan de Brienne, rey de Jerusalén, y Andrés II, rey de Hungría. Los citados monarcas atacaron sin resultado  a los sarracenos en Egipto y Siria.
En la sexta cruzada (1228-1229 d. C.) el emperador Federico II, aunque excomulgado por el papa, condujo un ejército a Palestina y obtuvo un tratado por el cual cedieron Jerusalén, Jafa, Belén y Nazaret a los cristianos. Puesto que ningún eclesiástico romano lo coronaría estando bajo la expulsión papal, Federico se coronó a sí mismo rey de Jerusalén. Debido a esto, el título “Rey de Jerusalén” lo usaron todos los emperadores germanos y después los de Austria hasta 1835 d. C. Sin embargo, por el disgusto entre el papa y el emperador, se perdieron los resultados de la cruzada. En 1244 d. C., los musulmanes tomaron de nuevo Jerusalén y desde entonces permaneció bajo su dominio.
La séptima cruzada (1248- 1254 d. C.) se realizó al mando de Luis IX de Francia, conocido como San Luis. Invadió por el camino de Egipto y aunque al  principio tuvo éxito, los musulmanes lo derrotaron y apresaron. Lo rescataron por un gran precio y fue a Palestina, permaneciendo allá hasta 1252 cuando la muerte de su madre, a quien había dejado como regenta, le obligó a regresar a Francia.
La octava cruzada (1270-1272) estuvo también bajo la dirección de Luis IX, junto con el príncipe Eduardo Plantagenet de Inglaterra, después rey Eduardo I. La ruta escogida fue de nuevo por África. Pero Luis murió en Túnez, su hijo hizo la paz y Eduardo regresó a Inglaterra a ocupar el trono. De modo que, por lo general, esta se considera como la última cruzada y fracaso completamente.

Hubo cruzadas de menor importancia, pero ninguna merece mención especial. En efecto, desde 1270 en adelante, a cualquier guerra emprendida a favor de la Iglesia se le denominó cruzada, aun en contra de los herejes en países cristianos.

tomado de Hurbut Jesey Igman, del libro Historia de la Iglesia Cristiana.

MIGUEL AUGUSTO MUÑOZ.